¿Qué angel malo se paró en la puerta de tu
sonrisa
con la espada en la mano?
¿Quién sembró la angustia en las llanuras de tus
ojos como el adorno de un dios?
¿Por qué un día de repente sentiste el terror de
ser?
Y esa voz que te gritó vives y no te ves vivir
¿Quién hizo converger tus pensamientos al cruce
de todos los viento del dolor?
Se rompió el diamante de tus sueños en un mar
de estupor
Estás perdido Altazor
Solo en medio del universo
Solo como una nota que florece en las alturas del vacío
No hay bien no hay mal ni verdad ni orden ni belleza
¿En dónde estás Altazor?"
V. Huidobro
I. Sobre la posibilidad del abandono.
"... creemos que podemos lograr cualquier cosa, material o inmaterial, comprándola; y de este modo los objetos llegan a pertenecernos independientemente de todo esfuerzo creador propio. Del mismo modo, consideramos nuestras cualidades personales y el resultado de nuestros esfuerzos como mercancías que pueden ser vendidas a cambio de dinero prestigio y poder. [...] se concede importancia al valor del producto terminado en lugar de atribuírsela a la satisfacción inherente a la actividad creadora. Por ello el hombre malogra el único goce capaz de darle la felicidad verdadera – la experiencia de la actividad del momento presente – y persigue en cambio un fantasma que lo dejará defraudado apenas haberlo alcanzado: la felicidad ilusoria que llamamos éxito."
E. Fromm, El miedo a la libertad.
En el muro, junto a él, podían leerse las palabras que transcribo a continuación sin alteración alguna:
"Atendiendo a un sentir que me llama constante desde muy dentro del cuerpo, considero tener pleno derecho para perderme a mí mismo si así lo deseo, porque soy el único portador de esta piel que me hace sentir el mundo y me envuelve la existencia. Sólo vivo en mí, me encuentro en un lugar que nadie más puede ocupar, ni siquiera luego de mi muerte.
Reclamo total potestad sobre mi persona, para lo mejor y para lo peor, para bien o para mal (si es que existe Bien o Mal). Soy el único responsable de las consecuencias de los actos que realizo o dejo de realizar. Nadie más puede habitarme o entender por completo los móviles de mi voluntad.
No acepto que sin pedirla se me otorgue la calidad de ciudadano... por estos días tal palabra significa aceptar que los llamados humanos, seres supuestamente libres y creativos, se transformen en dóciles bestias compulsivas, convencidas de pasar sus días y sus años trabajando para hacerse de muchas cosas inútiles, viviendo bajo el embrujo del dinero a la vez que rinden culto y cuentas al rey que hipoteca anhelos y otorga créditos para incentivar el consumo.
Renuncio a ser alguien cuya obligación es competir en el mercado por el gusto del público. Competir convierte a los otros en rivales (seguramente un rival no es un amigo). Competir es participar del incomprensible afecto que tienen algunos por ser tratados como objetos susceptibles de calificación.
Un sinfín de ocasiones participé del vertiginoso deseo sin propósito que habita en las almas sedientas de olvido. Un sinfín de ocasiones cambié la desnudez de mi rostro por máscaras fabricadas para dar vida a un supuesto yo que ahora reconozco tan ficticio y poderoso como un mito... Ahora mismo acabó la función."
II. La vida en el cuerpo.
Sucede aquí
un ardiente palpitar de visceras,
la vida se resuelve, actúa y sucede en este cuerpo que soy
sin intervención alguna de mi parte
sin que a ello pueda resistirme:
respira cuando respiro, crece en mis cabellos, habita mis deseos,
me interpela en el hambre y en el sueño.
Soy yo a la vez que no soy yo
sin que exista en este hecho contradicción alguna, ni poca sorpresa.
III. Rodar cabezas.
Quería una vida segura, deseaba sentirse libre de sobresaltos. Su espíritu era de aquellos que disfrutan con la cómodidad que encuentran en la costumbre de acatar las órdenes de aquellos a quienes consideran sus superiores. Evitaba a toda costa tomar sus propias decisiones y cuando tenía que hacerlo sufría sobremanera y entonces no podía dormir. Amaba las jerarquías, creía que eran necesarias para mantener el orden que cualquier persona cuerda como él, así lo decía, debía desear forzosamente. Cuando le veía pensaba que su alma albergaba un sospechoso e inmenso orgullo que le hacía sentirse fuerte y agresivo, era capaz de despreciar a los demás sin miramientos y sin embargo era dócil con los que tenían un puesto más elevado en el trabajo o más dinero. Alguna vez se le oyó decir que en este mundo cruel para avanzar hay que cortar cabezas, que era una condición para sobrevivir; que cada uno se rasque como pueda, afirmaba con decisión, no hay excusa para ser débil ni hay que emplear tiempo en ocuparse de los demás, ni en escuchar o prestar atención a lo que le suceda a ningún otro.
Cada mañana iba a trabajar y al atardecer regresaba a su casa a ver televisión; cada noche se quejaba consigo mismo del cansancio que sentía, así como de constantes dolores en lo pies, dolores que se acentuaban sobre todo cuando alguien lo visitaba y podía hablar con alguien más acerca de ellos. Un día tras otro, todos eran iguales. Se levantaba a las cinco de la mañana. Sin prender la luz de la habitación (en este lugar a las cinco de la mañana todavía no amanece), abría la ventana y se quedaba mirando las copas de los árboles, las luces prendidas en la lejanía, el cielo obscuro, las casas vecinas. Tomaba un baño, se vestía y salía de su casa sin haber probado alimento. No se ocupaba de cosas como hacer la cama; rara vez usaba la cocina, que era un lugar en donde se veían por doquier montones de trastes sucios, a veces casi todos los que tenía, y cuyas paredes lucían un color verde pálido, además de algunos recortes tomados de periódicos y revistas, que acostumbraba pegar en los muros con cinta adhesiva. Llegaba al trabajo, bebía café, se aburría, pero hacía lo que tenía que hacer; a las doce del día paraba media hora para salir a la calle y comprar una torta de milanesa y un licuado de papaya. Comía en el mismo lugar desde que había tomado ese trabajo y siempre mostraba la misma actitud impersonal al ordenar sus alimentos, como si nunca hubiera estado antes ahí. Al terminar el día, cumplido el trabajo, regresaba a su casa y en el camino compraba algo más para comer; al llegar al lugar donde vivía, tras cerrar la puerta de la entrada encendía el televisor y no lo apagaba sino hasta que se iba a dormir.
Un día, que podía haber sido como otro cualquiera, la rutina se rompió. Regresando del almuerzo notó que en su escritorio faltaba el texto que había estado revisando antes de salir a comer. Entendió todo cuando lo mandaron llamar. Tuvo que aguantarse las ganas de vomitar causadas por el vértigo que sintió en el estómago al escuchar la voz seca del supervisor informándole que por órdenes de la gerencia lamentablemente tenía que abandonar su puesto; es por la falta de productividad, escuchó decir al informante que le anunciaba su situación. Para nada le sirvió recordarle al supervisor todos los años que había colaborado para la empresa, el hombre lo miró con frialdad y le dijo que negocios eran negocios, que no lo podía ayudar. Sintió ira, pero no la descargó contra el supervisor, sino contra un perro que encontró en la calle, al cual pateó con todas sus fuerzas haciendo que el animal saliera corriendo y aullando. Sintió pavor al pensar que había sido despedido del único lugar en el que realmente se sentía seguro, que dejaría de hacer lo que había hecho durante tantos años. Lo que le resultó más alarmante que la noticia de su despido fue darse cuenta del hecho, para él terrible, de que se encontraba repentinamente libre para hacer lo que deseara.